Una historia y tres cafés

El día llega aun sin esperarlo, sin desearlo, pero puntual y atento, los últimos instantes en los que se agudizan todos los sentidos para llenar la memoria de recuerdos perennes, mientras algunos añiles rasgan el horizonte dejando escapar destellos anaranjados llenos de vida y esperanza.
El último café siempre sabe a sal, a lágrimas que no brotan pero duelen, a manos que no encuentran la salida, a miradas guardadas y caricias deseadas. El último café siempre es demasiado corto.



Y un taxi atraviesa la ciudad que despierta perezosa y lenta, cuyos edificios majestuosos llenos de luces y adornos festejan aún los escasos días para que una Navidad especial y diferente finalice dejando tras de si un rastro de vainilla y vino blanco.
Una sonrisa y un deseo de tener un buen día me despiden de mi taxi y la ciudad, inhalo todo el aire que puedo antes de entrar en la tan bien conocida estación, es mi forma de llevarme parte de la historia, de guardar un trozo de su alma para las tardes grises.



 
Las emociones flotan en el ambiente, miradas empañadas, abrazos sinceros, manos nerviosas que no saben como calmar a unos agitados dedos, y lágrimas por doquier, algunas alegres y bulliciosas, ojos grandes que brillan y son pura felicidad, otras tristes y perdidas, dañadas y heridas, pero un factor común, la autenticidad.

Porque en una estación como en la vida hay gente que bien y otra que va.
Porque en una estación como en la vida, nada dura eternamente.
Porque en una estación como en la vida, el amor no se puede ocultar.
Porque en una estación como en la vida, a veces uno debe partir.

Los pensamientos se suceden a toda velocidad, latidos en la sien por veinte suspiros acumulados, la suerte caprichosa que toca a dos personas con una varita mágica, pensar, sonreír, sentir, extrañar, latir.



El segundo café del día se filtra a través de la ventana como un pálido sol de invierno que calienta rostros ávidos de luz y calor, la blanca luz que lejos de parecer débil eleva el momento cotidiano a un plano excepcional, la vida que siempre sabe cuando actuar, y el camino que aparece inesperadamente con su suelo de baldosas amarillas.

Un dulce buenos días me hace apartar la vista de la ventana, es un adorable septuagenario que ocupa el asiento contiguo al mío, le sonrío devolviéndole el saludo, enseguida pienso en mi abuelo, lo cierto es que se le parece mucho, su camisa blanca y azul, su pantalón de pinza azul marino y una chaqueta de pana que lleva abrochada y con una llamativa bufanda roja anudada al cuello, huele a colonia infantil, lleva las uñas bien cortadas y absolutamente pulcras.


Se fija en el libro que sostengo en mi regazo, y me pregunta si me está gustando, intercambiamos impresiones y antes del tercer café somos ya de lo más amigos, Rafael, que así se llama mi nuevo amigo, va a visitar a su hija a Barcelona, trae consigo un regalo del que no está muy seguro, le tranquilizo diciéndole que seguro le va a encantar, sonríe satisfecho y me confiesa que se ha enamorado, dice que es una mujer preciosa que baila siempre con el los fines de semana, dice que le ha devuelto la alegría y las ganas de vivir, que se sorprende tan enamorado y predispuesto, pero que haciéndola feliz él lo es aún más.
Me habla de las situaciones difíciles y de las ganas de vivir y ser eterno cuando uno se ha enamorado de verdad, hablamos de los tiempos pasados que no fueron mejores, de lo que se aprende y olvida, de lo que sirve y lo que no.

Diagnostica mi estado mental en menos de dos horas, y el único consejo que se atreve a darme es el de no arrepentirme por nada, antes de llegar a mi destino, me pregunto porqué no hay más viajes así y si alguna vez volveré a coincidir con Rafael.
Me abraza como un abuelo orgulloso abrazaría a su nieta favorita, un abrazo lleno de cariño y valor, me preparo para apearme y salir de ese tren con más nostalgia de la que traía conmigo, me quedo de pie mirando la ventana desde la que el Sr. Rafael me está diciendo adiós con la mano, un pellizco en el corazón y una lágrima imposible de contener, el tren empieza a alejarse lentamente, agito la mano como si algo mío siguiera en ese tren.


El cielo y su ausencia de nubes blancas, la vieja estación amarilla, un pareja de tórtolas suspendidas en un cable eléctrico, y unos niños que vienen corriendo gritando como dos posesos a abrazar a su tía, ¿No es acaso la vida, la mejor sensación?.









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